miércoles, 2 de julio de 2008
LAS DISILUCIONES FEMENINAS
Hay mujeres abogadas, traductoras de italiano, dermatólogas, lanzadoras de jabalina, actrices. Hay algunas que quieren triunfar en Hollywood, otras casarse y tener muchos hijos, investigar en un laboratorio, o incluso comprarse una granja en el sur. No hay una igual a la otra. tienen carrera, objetivos, sueños. Todas son distintas. Sin embargo, las une el amor. En materia de relaciones y sentimientos, son todas parecidas. se enamoran y decepcionan exactamente de la misma manera. Estas nueve desilusiones que detallo a continuación pueden, en principio, parecer un escaso muestrario de la realidad. No obstante, son las que sufre cualquier mujer. Los hombres puedemos encontrarlas caprichosas, o incluso superficiales, pero, desgraciadamente, no por ser arbitrarias o subjetivas duelen menos. 1. Cuando te das cuenta que tu papá ya está casado con tu mamá. Cuando tenés tres o cuatro años, estás convencida de que tu papá es también tu novio. Con picardía e ilusión, le decís a todo el mundo que cuando seas más grande te vas a casar con él. Por las tardes, lo esperas sentada al lado de la puerta, para contarle que, mientras él no estaba, tu celosa y truculenta madre te pegó con un palo, te retó, y te atiborró de acelga. Y si todos estas artimañas, no dan resultado, conspirás abiertamente para desplazarla de la cabecera de la mesa y del lecho conyugal. Llega un día, sin embargo, que, mirando una novela o conversando con un compañero de jardín, tenés una revelación precisa y sombría: tu padre, el primer hombre que te prometió todo, el que te hizo creer que eras la más linda de todas, el que te llevó de viaje y te cubrió de muñecas, el que le dijo a todo el mundo que eras su princesa, en realidad, ya está casado con otra. 2. Cuando una amiga te traiciona Desde el primer día del jardín de infantes hasta el último año del colegio secundario, la persona más importante de tu vida es otra mujer: tu mejor amiga. Vas a dormir a su casa tantas veces, que sus padres te tratan como a otra hija. Le confesás cosas tan privadas y patéticas, que luego de algunos años, compartís una intimidad soldada, conjunta. Nada puede separarlas. Juntas sobreviven a las injusticias de padres, maestros. Juntas sobrellevan las maldades de otras chicas y el pánico de la adolescencia. Juntas son una sola. Pero llega un día, en que tu mejor amiga besa al chico del que estuviste enamorada, en secreto, durante toda la secundaria. ¡Al amor de tu vida! ¡A tu futuro marido! ¡Al padre de tus hijos! Lo besa y quiebra para siempre tu cándida confianza de íntima amiga. De alguna forma, la trastornada llegó a la conclusión de que tu pasión también era la suya. Y ese beso la transforma en una persona distinta, lejana, siniestra. Una persona que nos recuerda, que una amiga es una amiga, pero también es otra mujer. 3. Cuando te cortás el pelo bien cortito pensando que ibas a quedar fantástica y quedás como Gustavo Bermúdez Cada tanto las mujeres se levantan insatisfechas. Algunas veces, intentan solucionarlo comiendo cuatro kilos de masas finas, llorando frente al espejo o gastando toda la plata del alquiler en trapitos caros y mal cosidos que jamás se van a poner. Pero también, de vez en cuando pasa, que ese mismo día concurren otras dos variables: hace calor y ven una película de Halle Berry. Apenas la ven, piensan en lo linda que es, en lo bien que le queda el pelo corto y en lo cómodo que debe ser cuidarlo, y deciden que necesitan un cambio como ese. Al día siguiente, le marcamos prepotentemente la foto de una modelo semi-calva al peluquero, que babea, degenerado, pensando en todo lo que va a poder tusar. Mientras nos corta el pelo, revolvemos revistas, hablamos frivolidades y nos imaginamos nuestro nuevo look. Cuando termina su tarea y gira la silla la imagen resulta tristísima. Además de una mujer deprimida, somos, desde ese momento, una mujer galletona y masculina, con el corte de un colectivero. Y no habrá hebillita, fijador de pelo o postizo que nos pueda ayudar. 4. Cuando te preparás durante días para una cita y el tipo no aparece. Hace unos siete años, cuando todavía era soltera, gasté $550 en una cita. Me compré un par de zapatos y una cartera, un perfume y ropa interior. Más tarde, fui a la peluquería y me corté el pelo, me hice un baño de crema, y me arreglé las uñas de las manos y de los pies. Un tiempo antes, una amiga me había hablado de un amigo. Me había contado, casi como si fuera un héroe legendario, que era inteligente, cariñoso, y tenía una pequeña empresa propia que adoraba. Esto podía, en principio, parecer una buena noticia. Incluso una foto había corroborado que, en efecto, era buenmozo. Sin embargo, al lado suyo, yo era un prospecto deprimente: todavía me sobraban unos cuantos kilos, estaba cambiando de carrera y mi trabajo me parecía odioso. Recuerdo que cuando me pasó a buscar, bajé aterrada. Recuerdo que el corazón me palpitaba como una bomba en la garganta. Y recuerdo, también, la desilusión que sentí al verlo. Era como la versión desprolija del príncipe azul que me habían prometido. Tendría unos treinta kilos más que en la foto, un pantalón que se apretaba debajo de su enorme panza, y coronas de aluminio en tres o cuatro dientes. Y como si eso fuera poco, su auto estaba tuneado como una barcaza infernal. Sentí una furiosa decepción. No porque fuese espantoso y además, un imbécil. Sino porque me había gastado $550 al pedo, cuando con peinarme hubiese alcanzado. Quería darle vuelta esa chata inmunda, hacerle comer su foto, pegarle con una fusta a mi amiga y, exigir el reintegro del dinero invertido en esa larga noche de terror. Las tarjetas de crédito deberían asegurar las citas, -como aseguran los viajes, las compras, los retiros en efectivo del cajero- y reintegrar el importe invertido en peluquería, si la experiencia no satisficiera las expectativas del cliente. 5. Cuando te rompen el corazón por primera vez. El primer hombre que me rompió el corazón fue Christopher Reeve. Me enloquecía su ceñido traje de superhéroe y el rulito congelado que llevaba en la frente. Quería casarme con él, tener sus hijos, zurcirle las medias, plancharle las camisas. Mi mamá consiguió la dirección de su fan club y le escribí una esmerada carta declarándole mi amor. Contra todos los pronósticos, a las seis semanas recibí una respuesta. El sobre contenía la agradecida fotocopia de una carta impresa, una foto de Superman parado en la luna, y un folleto con filmografía y otros datos. No me desmotivaron su dedicatoria impersonal ni su firma mentirosa, pero la lista de sus películas me partió el alma. Yo sabía que Christopher Reeve era Superman, y que Superman era Clark Kent, y podía vivir con eso. Tenía amor para los tres. Pero no para los otros. Según su filmografía, mi hombre era también cuatro sacerdotes (dos pobres y dos cobardes), un estafador profesional, un mayor del ejército, un bostoniano remilgado y un astronauta. No fue el primero en hacerme creer que era alguien que no era y romperme el corazón con sus mentiras, pero si el primero. Y dicen que el pega primero, pega dos veces. 6. Cuando te das cuenta que tu marido es igual a todos los maridos de las series del canal Sony. Me enamoré de mi marido porque era brillante, ingenioso y porque escribía bien. Pero también porque era diferente. El no iba a ser un abogado proveedor y yo su incubadora postergada. Íbamos a ser compañeros. Íbamos a leer, a viajar, a ver películas, a cocinar, a criar un gato. Sin embargo, llegó un día en el que mi marido empezó a mutar. Comenzó con un hábito premonitorio que francamente no supe interpretar: dejaba pirámides de vasos y envases de postrecitos en la mesa de luz. Luego siguieron las peores fechorías: toallas húmedas en el piso, regueros de yerba húmeda coronando el tacho de basura, botellas y leches vacías en la heladera, o lo que es peor, dedos con mermelada en mi notebook y en la lectora de dvd. Sin embargo, nada de esto constituía un peligro concreto. O eso creía yo. Hasta que llegó el día del canapé. Como mi marido es de los que lloran cuando tienen hambre, antes de las comidas, yo suelo hacerle una entradita mientras mira televisión. Desgraciadamente, un día, distraído con un partido de tenis, tiró todas las tostaditas con paté al piso. Cuando entré, estaba se chupaba los dedos hipnotizado con un tie break, como si al lado de la cama no hubiese una serpentina de cebollín y tostadas adheridas al piso a la manera de ventosas. Shockeada, le dije: “Gordi, ese piso estaba limpio…” Y él contestó, feliz y sorprendido: “¡Ay! ¡No sabía!” Y se agachó, junto las tostadas, y se las comió. 7. Cuando te meten los cuernos La comedia romántica es mi género preferido. Me encantan las películas de Drew Barrymore, de Renee Zellwegger y de Meg Ryan, porque son como yo: imperfectas, torpes, vulnerables, impulsivas. Odio, en cambio, las de Cameron Díaz, Julia Roberts o Gwyneth Paltrow porque son como ellas tres: gélidas, almidonadas e inverosímiles. El caso de Jennifer Aniston es más complejo. Sus comedias siempre me resultaron insulsas y ella misma no me generaba ninguna empatía, sin embargo, un buen día se divorció de Brad Pitt y todo cambió. Desde entonces, ella tiene, para mí, un candor especial, y sus comedias, siendo las mismas, me hacen reír. No hay ninguna enfermedad que se propague de forma tan efectiva como el síndrome de Jennifer Aniston. No hace falta más que hablar con una amiga o prestarle una revista para contagiarla. A las mujeres, nos conmueve cualquier cosa, pero sólo una realmente nos quiebra: que le rompan el corazón a otra mujer. Somos capaces, quizá, de cerrarle la puerta a un perro que pide comida o de ahorrarnos una limosna, pero jamás podríamos darle vuelta la cara a una mujer engañada por su marido. El de Jennifer Aniston es, además, el caso extremo (casi rozando la pesadilla). Su marido la engañó con la mujer más sexy del mundo, se casó con ella, adoptó a todos sus hijos, la embarazó de mellizos y salió en millones de revistas cargando pañales y enfriando mamaderas. Todas buenas razones para que a mí me gusten ella y todas sus películas. 8. Cuando hacés dieta y no adelgazás ni 100 gramos. Una mujer que hace dieta una semana y luego no baja de peso, además de ser una gordita, es un brusco animal herido. En efecto cuando se baja de la balanza, se parece más a un toro al que le clavan las primeras banderillas que a una mujer decepcionada. Es tal su enojo, que, en la mayoría de los casos, se arroja sobre una montaña de panes con manteca o una bañadera de mayonesa, creyendo, ilusa, que es una suerte de venganza contra el Dr. Cormillot. Esta obtusa vendetta, lejos de serenarla, ensancha el problema hacia el infinito. Con seguridad, la semana siguiente, aun habiendo esquivado chorizos pecadores y una pastafrola tendenciosa, la balanza le hará pagar, con adiposidades, cada despechado mignoncito. Y a su vez, esta misma experiencia potenciará un nuevo festival de lágrimas y carbohidratos, que no tardarán en hacerse cadera y pantorrillas. Una mujer que hace dieta una semana y no baja de peso, no es una gordita triste, es una crisálida de hiperobesa. 9. Cuando te prometen todo y te dejan a los 4 días. Así como hay sádicos a los que les gusta amagar que van a levantarse y bajarse del colectivo para ilusionar a la gente que va parada, también hay hombres a los que les encanta usar el tiempo futuro, decir “nosotros” en todas las oraciones e, inmediatamente después, desaparecer. Los síntomas no tienen misterio. En general, declaran amor a primera vista y te presentan a sus amigos en la segunda cita. También adoran decirte “cuando nos casemos” y “cuando vayamos juntos de vacaciones” en la misma semana que dicen “fuimos demasiado rápido” y “necesito espacio”. El problema es que, no importa cuánto hayamos madurado, caemos siempre en la misma trampa, y no por sacar la venda de un tirón, la herida duele menos.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario